El partido clave será el próximo, porque desde 1990 Argentina no llega a semifinales. En estos 24 años hemos vivido la misma historia de esperanza y desilusión. Y, por supuesto, el sueño está renovado.
Sin embargo, esta vez sí puede ser.
Puede ser porque el equipo argentino es, de acuerdo a su potencial, el que menos ha rendido hasta ahora. Y eso, que a primera lectura es una razón de preocupación -y lo hemos escuchado y leído desde el partido con Bosnia- también significa que hay margen de sobra para mejorar. Sin haber jugado bien, sin haber logrado la cohesión buscada, Argentina ganó hasta aquí sus cuatro partidos.
Puede ser porque el equipo ha ensayado las posibles variantes tácticas en cancha y ninguna decisión en ese sentido lo va a tomar desprevenido. Es cierto que el 5-3-2 del primer partido ni siquiera equilibró con un buen desempeño defensivo las carencias ofensivas. Pero aunque no lo diga en voz alta, Sabella tiene ese esquema a mano para utilizarlo cuando el partido lo requiera. Y habrá momentos, de aquí en más, en que las pretensiones estéticas quedarán indefectiblemente relegadas.
Puede ser porque hasta aquí, si bien no brilló, el equipo dio muestras de carácter para salir vencedor de situaciones que podrían haber tenido un final negativo. En Francia 1998 y Alemania 2006 tuvimos un paso tranquilo y hasta contundente por la primera fase, y el sufrimiento de octavos -con Inglaterra tuvimos que ir a penales; con México, a la prórroga y el zurdazo de Maxi Rodríguez- pareció tener el efecto de la trompada que no te noquea pero te deja descolocado para el siguiente round. Y el siguiente round no lo pasamos.
Puede ser porque, desde afuera, el plantel se muestra unido y en armonía. Si esto es porque los triunfos sirven de velo a problemas que pugnan por salir a la luz, nos habremos equivocado en la percepción. Pero ese error quedará tapado por el dolor de la derrota.
En el '82 teníamos a los campeones reinantes con el Gran Capitán a la cabeza, el Matador y el Pato con la línea de cuatro que marcaría un record histórico en Mundiales de 12 partidos consecutivos como titular y encima estaba Maradona y los campeones juveniles del '79. Pero esa mezcla generacional que tanto prometía mostró un equipo desparejo -salvo el espejismo ante Hugría, un verdadero concierto de fútbol, con un Ardiles extraordinario- y se vio desbordada en la segunda ronda por Brasil e Italia.
Puede ser porque hay señales del destino que a veces conviene advertir. Esa jugada de Dzemaili en los últimos minutos, con cabezazo al palo que le vuelve y el rebote sale apenas desviado, fue tan provindencial como aquella de Rensenbrink en la final de 1978.
Y puede ser, al fin y al cabo, porque está Messi. Y Messi, en el Mundial de los número 10, no es un 10 más. Messi ha tenido hasta aquí mucha más influencia en el equipo que la que Maradona jamás tuvo. Y eso puede leerse como una falencia colectiva -Messidependencia- tanto como una virtud: cuando el equipo no aparece, el que tiene que aparecer es el líder. Y Messi ya demostró, dentro y fuera de la cancha, del minuto 1 al noventa y pico o al 118 para armarle el espacio vacío y asistirlo a tiempo a Di María, que este es "su" Mundial.
Y el Mundial de Messi no puede terminar de otra manera que con Messi levantando la Copa.